Tenía ese hálito metálico
los últimos días del
miedo
Él no era un hombre
cualquiera
sino un corazón avivando
el incendio
en el pozo agrio del alma
sin hombre
buscando la salida más
improbable
del laberinto de carne
que
se devora a sí misma en
ese nunca encontrarse
Porque todas las tumbas tenían
su nombre
en aquél infierno de tristes
campanarios
que anunciaban su siniestro
viaje inexorable
Y Dios no tendía su mano
porque Dios no estaba en
su frágil cabeza
No estaba en sus ojos aún
abiertos
ni en su soledad más estremecedora
Soledad en aquél patio de
estrellas errantes
y aullidos de perros
No se lo llevó la muerte
ni Dios
ni otros demonios
abyectos
Se lo llevó la historia a
su cementerio
A su biblioteca sin dolor
ni remordimiento
para darle su alma
atormentada
a los pájaros de tinta de
los inviernos
para llevarle a las
palabras que no conocen
la sangre ni el
sufrimiento
Porque Antonio era la
lluvia apasionada
que anidaba en el centro
de los hombres
De esos hombres que aún creen
en los hombres
que cambian para ser
mejores hombres
Una bandera roja y lejana
ondeaba en el horizonte
Era una garza en la
mañana alzando el vuelo
Cuando la niebla
silenciosa se desvanecía en sus alas
Poco después del último
aliento
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